Canas de vida

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Darloup
 
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Canas de vida

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Por Ándres Molina

La vieja Blanca Noguera, mi abuela materna, tenía una vitalidad impresionante y una belleza exuberante que a muchos hombres dejaba boquiabierto y a más de una mujer transpirando envidia. Cuentan los que cuentos cuentan que era tal su hermosura que el juglar Lorenzo Morales, al recibir de unos amigos el regalo de un acordeón nuevecitico y muy bonito, decidió bautizar al instrumento con su nombre porque, a su parecer, la belleza del acordeón emulaba la de Blanca. Como testigos de esta historia quedaron los siguientes versos compuestos por Moralito: “Como todo queda escrito/ pa que el recuerdo no muera / tuve un acordeón bonito /y lo puse Blanca Noguera.”

Sin embargo, quiero volver al tema de la vitalidad de ‘Mamita’, como cariñosamente la llamábamos sus hijos y nietos. Todo en ella desbordaba energía y alegría y unas ganas inmensas de vivir. Durante el día parecía un torbellino imposible de aquietar que se paseaba por su casa de un lado para otro, sin descanso, haciendo los oficios domésticos (cocinando, lavando, planchando, etc.), recogiendo regueros ajenos, atendiendo visitas, regañando pelaos, entre muchas otras actividades. Cuando caía la noche y se esperaba que el cansancio la venciera, por el contrario, redoblaba el esfuerzo para dedicarse a coser. Ciertamente, Mamita poseía una extraordinaria habilidad manual y una capacidad de autodidacta, que le permitió ganar fama local por ser una impecable costurera que cosiendo le ganaba a otras colegas de oficio con más experiencia como doña Trina Riveira y doña Luisa Céspedes.

Pese a haber dado a luz –óigase bien– por parto natural a doce hijos –de los cuales nueve le sobrevivieron– y haberlos educados con férrea disciplina y sólidos principios, le sobraron fuerzas, al final de su vida, para criar una más como propia. Imposible olvidar la anécdota de su afán por querer aprender a manejar carro, deseo satisfecho por un hijo alcahueta, quien le regaló a la edad de setenta y pico de años, un Renault 6 que se convirtió en el terror de las calles polvorientas de Valledupar, pues, a su paso, todo el mundo se apartaba, los carros le daban la vía y los peatones precavidos corrían a ponerse a salvo.

Traigo a colación esta historia familiar a propósito de un interrogante que me ha rondado en la cabeza por algún tiempo: ¿A partir de qué momento nos volvemos viejos? O mejor, ¿hasta cuándo puede ser productiva laboralmente a la sociedad una persona? Confieso que no tengo certeza sobre las respuestas a estas preguntas, pero de lo que sí estoy cierto es que no es en la ley laboral en donde encontraremos la solución, pues, según ella, los hombres alcanzan la edad de jubilación a los 60 años y las mujeres a los 55. No obstante, hombres y mujeres de tales edades aún conservan energía y capacidad suficiente para desempeñarse en el mundo laboral, sin mencionar la invaluable experiencia de tantos años de oficio.

En Colombia, solemos tratar con cierto desdén a nuestros ancianos y el campo laboral no es la excepción, pese a que la gran mayoría de ellos aún pueden ser útil a la sociedad.

Infortunadamente en algunas familias el abuelo es como un mueble viejo que nadie sabe qué hacer con él ni adónde ponerlo, pues en todas partes incomoda y desencaja. Por ello, no está de más recordar –en esta época y siempre– el deber ético de ser considerados y caritativos con nuestros ancianos. La ley de la vida enseña que hoy somos hijos y mañana seremos padres, razón por la cual no quisiéramos tener en el futuro un trato distante e indiferente de nuestra progenie. Por último, tal vez la mejor respuesta a la pregunta sobre la vejez es la de un autor que expresa que no envejecemos cuando se nos arruga la piel, sino cuando se nos arrugan las ideas.

Fuente: http://www.elheraldo.co/opinion/columni ... vida-95484
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