El autista del autobús

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Darloup
 
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El autista del autobús

Message : # 5914Message Darloup »

Por Jorge Muñoz Cepeda

Subí al bus para disfrutar por fin de un transporte público como debe ser: rápido, eficiente y amigable; la única manera de no morir aplastado por la muchedumbre es usar el sistema el domingo, después de las 8 de la noche. Ese día y a esa hora, cuando la ciudad está inmersa en el temor que produce el presentimiento del lunes que se acerca, los pasajeros son escasos. Me senté en uno de los puestos junto a la ventana sin pensar en nada. En la siguiente parada, una mujer mayor subió arrastrando de la mano a un adolescente que parecía ser su nieto, y ambos se parapetaron, con paquetes y maletas, en las sillas a mi derecha, justo detrás de una joven que llevaba en sus brazos a una niña pequeña que dormía. De pronto, la calma se interrumpió con un grito. Al girar la cabeza para saber qué pasaba, descubrí la fuente del alarido: el joven que había subido con su abuela, balanceaba el cuerpo de atrás hacia adelante y, con la mirada perdida en el vacío, profería unos espantosos bramidos, capaces de paralizar de terror al más valiente. Asumí enseguida que el muchacho padecía de alguna clase de autismo y que su abuela, que hasta el momento no se había inmutado, estaba acostumbrada a las manifestaciones antisociales de esa terrible enfermedad. La mala suerte no cesó con la esperanza de que mis vecinos llegaran antes que yo a su destino, porque los gritos del autista lograron despertar a la pequeña que dormía en el regazo de su madre. Cuando la niña rompió en llanto, sus sollozos se mezclaron con los gritos de ultratumba del chico enfermo y el ambiente se tornó hostil y tenebroso. Tuve el impulso de bajarme en la siguiente estación, pero absurdamente pensé que huir de ese caos auditivo hubiera sido un acto cruel, intolerante y cobarde, así que seguí en mi puesto y me dispuse a soportar la algarabía de aquellos seres inconscientes. A los pocos minutos, la madre de la chiquilla comenzó a perder la paciencia; con brusquedad trataba de callar a su hija, acomodándola a la fuerza contra su pecho para que siguiera durmiendo, pero lo único que lograba era que la niña llorara más fuerte; de vez en cuando miraba a la abuela del muchacho, como para que quedara bien claro que ella no era la culpable del maltrato que le estaba propinando a su pequeña. El autista proseguía con sus clamores, sin reparar en lo que causaba en los demás, ausente del mundo. Extrañamente, las sillas disponibles se habían agotado; la malhumorada madre no podía soportar un viaje largo de pie, cargando a la niña, y yo, ya lo he dicho, había optado por aferrarme a mi lugar, quizás para expiar en 20 minutos todos mis pecados juntos; de modo que todos permanecimos en nuestros lugares. La chiquilla no dejaba de llorar y su joven madre la zarandeaba sin pudor; ya no lo hacía para obligarla a dormir, sino para vengarse de ella por haber nacido, por haberle truncado su juventud, por endilgarle una responsabilidad que no sabía cómo ejercer; la quería cuando dormía, pero cuando lloraba, la odiaba con toda su alma; su rabia se convirtió en una nalgada que acaparó en un segundo todas las miradas. Entonces ocurrió: el autista dejó de balancearse y sus gritos cesaron; se apoyó en el espaldar de la silla de adelante, clavó sus grandes ojos negros sobre los ojos grises de la madre petrificada y habló, tal vez por primera vez en muchos años, claro y pausado: “A la nena no se le pega, carajo”.

Fuente: http://www.elheraldo.co/columnas-de-opi ... bus-170286
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