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Por Bertha C. Ramos

“Robar siempre es más fácil que trabajar”, dijo el escritor William Ospina en entrevista publicada recientemente en EL HERALDO, y pareciera que el autor de la trilogía sobre los primeros viajes de los conquistadores al Amazonas hubiera tirado al aire una frase semejante a la atribuida a nuestro campeón mundial de boxeo Kid Pambelé (“Es mejor ser rico que pobre”).

Pero en dicha frase el escritor hace referencia al saqueo realizado por los conquistadores españoles cuando, adentrándose en ese territorio virgen y exuberante que era entonces nuestra patria, y maravillados por las riquezas, arrasaron con la cultura de los pueblos indígenas y con el oro que encontraron a su paso. “Ver cómo avanzaron por todos esos pueblos tan complejos, donde bastaba un ‘raponazo’ para apoderarse del oro…”, dice Ospina, quien en su investigación sobre los tiempos de la Conquista intenta seguir descifrando esta Colombia, un país que pretende cambiar su imagen favorablemente en el panorama mundial, pero donde robar aún sigue siendo una práctica común, en muchos casos tolerada y aplaudida.

Si bien robar parece pertenecer a la genética de la especie humana, y el saqueo y la piratería están presentes en la historia de la civilización, el buen robar, si es que eso es posible, supone la necesidad de enfrentarse a la escasez tomando lo que otro tiene en abundancia.

Sin embargo, en Colombia, más que el hambre o la miseria, otros factores legitimados como avaricia y codicia determinan el deseo desbordado de lo ajeno. Y quién sabe si el ejemplo proveniente de la Madre Patria, que como todo ejemplo materno deja huellas imborrables, fue clave en el desarrollo del mal que mayores estragos ha causado en el país.

Robar es un ejercicio de poder, una especie de retorno a la Conquista, una confirmación de la viveza. Robar se volvió costumbre nacional.

Y si antes un ladrón era un malhechor, el tiempo lo transformó en un triunfador, en una figura exitosa que sintetizó un estilo de vida facilista –practicado además sin asomo de pudor, en altos círculos gubernamentales y empresariales– que se tomó sigilosamente todos los estratos de la sociedad. De ahí que el robo ha sido aceptado como una fórmula de existencia natural.

Una vez que uno se adentra en la diversidad social y cultural latinoamericana, marcada de igual manera por el modelo rapaz heredado de los tiempos de la Conquista, siente la gran diferencia y la pregunta es inminente, ¿por qué en Colombia robar, atracar, desvalijar, malversar, adquirieron proporciones excesivas?

No nos digamos mentiras, confrontar el escenario urbano y rural con el de los vecinos latinoamericanos confirma que nuestra vida la transitamos en la zozobra. Pero, ¿quién le pone el cascabel al gato? ¿Quién entroniza la ley?

Si resulta que robar es un círculo vicioso de amplio diámetro, en el que gravitan entrelazados sectores de la dirigencia, la oligarquía, la clase media y el pueblo raso.

Todos unidos en procura de la vía más expedita, del facilismo que menciona Ospina. Un círculo que hay que romper, de cara a la nueva Colombia que se proyecta ante el mundo.

No importa de quién se trate, ni dónde robe, al ladrón hay que comenzar a sancionarlo moralmente y a castigarlo penalmente.

Fuente: http://www.elheraldo.co/opinion/columni ... ones-91511
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