La vesícula de Ramón
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La vesícula de Ramón
Por Alberto Martínez M.
Para que vea que la realidad supera la fantasía, y no propiamente porque estemos en carnaval, préstele atención a esta historia que sucedió en una clínica privada de Barranquilla.
Ramón, un profesor extranjero que decidió quedarse por un buen tiempo en esta ciudad, tuvo que someterse a una cirugía de vesícula. Habría preferido hacerlo en su país, pero las sales biliares no daban espera. El diagnóstico, corroborado por dolores intensos a la altura de la panza, planteaba la urgencia: debería dejar su víscera hueca en Colombia.
La noticia implicaba pagar una monstruosa suma porque el sistema de salud nacional no reconocía el suyo. Sus amigos, de allá y de acá, hicieron una vaca para completar el monto.
En el día indicado, todo marchó bien: la anestesia, la pequeña hendidura en el duodeno, la laparoscopia. Todo, hasta el momento en que el cuerpo empezó a despertar.
En la niebla de la recuperación, Ramón alcanzó a ver a una enfermera de tez gruesa, que portaba algo entre el pulgar y el índice de las dos manos. Era, por lo que alcanzó a vislumbrar, una bolsa plástica de cierre hermético, como las que usan las señoras para guardar las sobras de comida del día anterior.
–¿Qué es eso?, preguntó él, aún con cara de quirófano.
–Su vesícula, respondió ella, con tono tajante.
Lo que le explicó la asistente terminó por espantar los últimos asomos de aturdimiento. En tanto había ingresado a la clínica como particular, tenía que llevar, él mismo, su vesícula a patología.
Ramón se quedó mirando la bolsita. Lo que había adentro no tenía buen aspecto.
Tenía, según me dijo, unos ocho centímetros de diámetro. Su forma era de una media luna y navegaba sin proponérselo en un líquido que, por el olor, parecía alcohol.
¿Puede usted quedárselo?, preguntó él, con ingenuidad foránea. La señora puso cara de pocos amigos. No me he explicado bien –le precisó–, ¿puede usted llevarlo por mí?
¿Cómo se le ocurre?, increpó la enfermera. Las leyes colombianas dicen que es el propio paciente el responsable de su duodeno y de todas sus miserias.
El profesor trató, inclusive, de insinuarle un pago amigable si le hacía la vuelta. Pero fue inútil. Su interlocutora dio un portazo y se retiró.
Ramón se quedó, solo, con su vesícula al lado. La inflamación que mostraba en toda su apariencia denotaba que estaba muy enferma.
Entonces sintió pesar por ella. Durante casi medio siglo se había dedicado a acumular toda la grasa del intestino delgado. No era justo que, ahora, la mirara con desdén.
Con esa contrición de conciencia, concilió el sueño unas horas después, gracias al calmante que dejó la enfermera en el suero. A la enfermera de la ronda de noche debió parecerle muy tierna la escena de Ramón con la vesícula flanqueando su costilla.
A la mañana siguiente, cuando llegó su esposa, le entregó el paquete. Llévalo con cuidado –le dijo–. Hasta su último momento estuvo a mi lado. La mujer no daba crédito, ni al paquete ni al sentimentalismo de su marido. Cosas que hace la complejidad del sistema de salud colombiano, pensó.
Ramón salió un día después de la clínica. Me contó que sintió ganas de ir al laboratorio donde estaban estudiando su vesícula. Quería saber quién estaba con ella y qué trato le estaban dando. Entiéndeme, me dijo, mi relación con ella es desde bien adentro.
Fuente: http://www.elheraldo.co/opinion/columni ... amon-99255
Para que vea que la realidad supera la fantasía, y no propiamente porque estemos en carnaval, préstele atención a esta historia que sucedió en una clínica privada de Barranquilla.
Ramón, un profesor extranjero que decidió quedarse por un buen tiempo en esta ciudad, tuvo que someterse a una cirugía de vesícula. Habría preferido hacerlo en su país, pero las sales biliares no daban espera. El diagnóstico, corroborado por dolores intensos a la altura de la panza, planteaba la urgencia: debería dejar su víscera hueca en Colombia.
La noticia implicaba pagar una monstruosa suma porque el sistema de salud nacional no reconocía el suyo. Sus amigos, de allá y de acá, hicieron una vaca para completar el monto.
En el día indicado, todo marchó bien: la anestesia, la pequeña hendidura en el duodeno, la laparoscopia. Todo, hasta el momento en que el cuerpo empezó a despertar.
En la niebla de la recuperación, Ramón alcanzó a ver a una enfermera de tez gruesa, que portaba algo entre el pulgar y el índice de las dos manos. Era, por lo que alcanzó a vislumbrar, una bolsa plástica de cierre hermético, como las que usan las señoras para guardar las sobras de comida del día anterior.
–¿Qué es eso?, preguntó él, aún con cara de quirófano.
–Su vesícula, respondió ella, con tono tajante.
Lo que le explicó la asistente terminó por espantar los últimos asomos de aturdimiento. En tanto había ingresado a la clínica como particular, tenía que llevar, él mismo, su vesícula a patología.
Ramón se quedó mirando la bolsita. Lo que había adentro no tenía buen aspecto.
Tenía, según me dijo, unos ocho centímetros de diámetro. Su forma era de una media luna y navegaba sin proponérselo en un líquido que, por el olor, parecía alcohol.
¿Puede usted quedárselo?, preguntó él, con ingenuidad foránea. La señora puso cara de pocos amigos. No me he explicado bien –le precisó–, ¿puede usted llevarlo por mí?
¿Cómo se le ocurre?, increpó la enfermera. Las leyes colombianas dicen que es el propio paciente el responsable de su duodeno y de todas sus miserias.
El profesor trató, inclusive, de insinuarle un pago amigable si le hacía la vuelta. Pero fue inútil. Su interlocutora dio un portazo y se retiró.
Ramón se quedó, solo, con su vesícula al lado. La inflamación que mostraba en toda su apariencia denotaba que estaba muy enferma.
Entonces sintió pesar por ella. Durante casi medio siglo se había dedicado a acumular toda la grasa del intestino delgado. No era justo que, ahora, la mirara con desdén.
Con esa contrición de conciencia, concilió el sueño unas horas después, gracias al calmante que dejó la enfermera en el suero. A la enfermera de la ronda de noche debió parecerle muy tierna la escena de Ramón con la vesícula flanqueando su costilla.
A la mañana siguiente, cuando llegó su esposa, le entregó el paquete. Llévalo con cuidado –le dijo–. Hasta su último momento estuvo a mi lado. La mujer no daba crédito, ni al paquete ni al sentimentalismo de su marido. Cosas que hace la complejidad del sistema de salud colombiano, pensó.
Ramón salió un día después de la clínica. Me contó que sintió ganas de ir al laboratorio donde estaban estudiando su vesícula. Quería saber quién estaba con ella y qué trato le estaban dando. Entiéndeme, me dijo, mi relación con ella es desde bien adentro.
Fuente: http://www.elheraldo.co/opinion/columni ... amon-99255
¡El riesgo es que te quieras quedar! ¡Lo sé, porque me quedé!
Le risque est d'y vouloir rester ! Je le sais, parce que j'y suis resté !
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