La guerra del centavo: estrangulados por el reloj

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Darloup
 
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La guerra del centavo: estrangulados por el reloj

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El entrevistado para esta nota asegura que su bus es como una herramienta que hay que conocer al dedillo para sacarle provecho.


Por Carlos A. Sourdis Pinedo

La vaina comienza a ponerse movida a partir de las 6 de la mañana, hasta las 7:30. Esta es la primera hora pico del día, y hay que saber aprovecharla”, dice Pedro (*), conductor de bus con 25 años de experiencia en varias empresas y en varias rutas por Barranquilla.

Saber aprovechar la hora pico significa recoger el mayor número posible de pasajeros en esa hora y media. Y esto, a su vez, significa mantener una velocidad que no sea tan rápida como para acercarlo demasiado al bus que va por delante en la misma ruta, ya sea de su compañía o de la competencia —pues en ese caso hallaría todas las paradas vacías, sin pasajeros—, y que no sea tan lenta como para llegar con retraso al siguiente punto de control del tiempo.

En el caso de la ruta que cubre Pedro, debe haber un intervalo de diez minutos entre los buses. Por cada minuto de retraso, debe pagar una multa de tres mil pesos.

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“Si no los pago, el despachador no me da salida en el próximo turno, así que pierdo un viaje, y la multa por perder un viaje es de 20 mil pesos”, dice. Viaje es cada ciclo completado en la ruta asignada, que para Pedro es de unas dos horas. “Hago entre siete u ocho viajes diarios, trabajando desde las 4:30 de la madrugada hasta las 8:30 de la noche, con una hora, o media hora, o hasta quince minutos para almorzar”, añade. Calcula que cada viaje es de unos veinte kilómetros. El lugar para almorzar depende de cada conductor. Puede ser en la nevada (la estación de la compañía) o en el mismo bus.

A la difícil tarea de mantener el equilibrio entre recoger suficientes pasajeros y mantener la puntualidad exigida, se suma la odisea de conducir el vehículo en medio del caótico tráfico barranquillero y, además, recibir el dinero de los pasajeros y darles el cambio, “siempre atento, además, a que no me metan billetes falsos ni muy viejos o dañados, porque estos luego no me los reciben”.

Aunque no lo menciona, quizás por considerarlo ya parte del paisaje cotidiano, Pedro también debe soportar un calor sofocante y constante. Gruesas gotas de sudor resbalan por su rostro y su cuello al mediodía, a pesar del ventilador sobre su cabeza que gira a máxima velocidad. “Hay que tener sangre de morrocoyo, no solo para aguantar el calor sino para soportar los insultos, que pueden ser de los pasajeros o de otros conductores. Y hay que tener siempre a mano una ‘mamá de caucho’, para que reboten los madrazos”.

Siente que el conductor de bus es uno de los seres más incomprendidos que existen; incomprendido por los demás conductores, por los pasajeros, por los peatones…. “Por todo el mundo, hasta por mi mujer”, dice Pedro. No es un lamento. Pedro también halla ventajas en su trabajo: “Estás todo el día en la calle, te la vacilas, conoces gente…”.

Asfixia horaria. Todo en el mundo laboral de Pedro parece diseñado para hacerlo sentir estrangulado por el reloj. Por cada jornada cumplida, se lleva a casa el 15% de alrededor de 240 mil pesos (unos 36 mil pesos). Pero existe un esquema de estímulos económicos diseñado por las compañías, que hace más encarnizada la guerra del centavo que libran a diario estos profesionales del volante.

Si al finalizar el día el número de timbradas (así le dicen al registro automático de cada pasajero que aborda el bus; un registro que puede hacerse mediante el viejo torniquete o a través de los recientemente instalados sensores electrónicos) llega a ser de 201, Pedro tendrá derecho al 16% de lo obtenido; y al 17%, si llega a las 251 timbradas. “Al 18%, si llego a las 301. Al 20%, si llego a las 321. Y al 23%, si llego a las 351”, comenta Pedro, recitando de memoria lo que en cierto modo es una diabólica fórmula perfecta para sumir en el caos el sistema de transporte de una ciudad.

Para alcanzar las cifras y los porcentajes más altos, cuenta, “hay que reventarse y ser un poco perro”.

Pero depende también de conocer bien la ruta y los horarios de las universidades y colegios ubicados a lo largo de la misma. Es minutos antes de llegar a uno de estos grandes proveedores de pasajeros cuando Pedro y todo conductor de buses necesita poner en juego las habilidades más retorcidas del oficio, y tener a su lado a la ‘mamá de caucho’ para protegerlo de los madrazos proferidos por los demás conductores, pues en esos momentos resulta imperativo apretar.

Y apretar consiste, básicamente, en reducir la velocidad para permitir que las paradas más apetecidas engorden. Es decir, que reciban un buen número de pasajeros antes de que el conductor apretador llegue.

Pedro sabe que esta es una de las prácticas más aborrecidas para todos los conductores que van a la retaguardia, que son así convertidos en parte estratégica de este perturbador sistema, Ya que apretar también implica generar un atasco automovilístico para interponer una barrera en el camino a los conductores de bus que vienen detrás, impidiéndoles adelantar y quedarse con las presas que aguardan su transporte unas cuantas cuadras más adelante.

Una maniobra de apriete mal planeada puede generar el momento más triste de cualquier jornada para un conductor de bus: ver cómo un rival le sobrepasa en el último minuto y llega primero a una parada ya bien engordada.

El único argumento a su favor que se le ocurre a Pedro cuando debe justificar esta conducta resulta quizás irrebatible: “¿Qué puedo hacer? Es la única manera de conservar mi trabajo, y tengo tres hijos que alimentar”.

También pueden arruinarle el día los reguladores del tránsito, ya que, según Pedro, “siempre vienen por la liga” (también conocida como mordida o barba a nivel local, y como extorsión a nivel universal). Explica además que los reguladores “van a la fija, porque saben que uno siempre está caído en algo. Puede ser una luz quemada, un vidrio roto, la direccional que no prende… se agarran de cualquier cosa. La última vez, hace una semana, me quitaron 15 mil pesos porque el freno de emergencia no funcionaba”.

Otro elemento estrangulador de su trabajo consiste en saberse vigilado desde el espacio por un satélite que informa a sus patrones, segundo a segundo, sobre la localización exacta del vehículo conducido.

“Es cierto, el satélite puede registrar que estoy detenido o retrasado, pero no informa a los patrones si hay un trancón en la vía o si la demora se debe a una llanta espichada”, dice Pedro.

Pedro detesta recoger pasajeros con paquetes muy grandes, porque el sensor electrónico que lleva el registro de las timbradas muchas veces lo interpreta como si hubieran subido dos en lugar de uno solo, y él debe restar a sus ganancias cada uno de estos falsos positivos.

Tiene la suerte de que le permitan llevarse el bus a casa al final de la jornada, así que lo deja en un parqueadero del barrio, pagando de su bolsillo 4.000 pesos por cada noche. “Me mudé a la casa en la que vivo en el barrio La Manga porque queda cerca de la ruta que cubro a diario. Esto es muy conveniente. Así pierdo menos tiempo y combustible para comenzar a trabajar, a las 4:30 de la madrugada”.

Quizás Pedro es tan locuaz y comunicativo debido a un pleito legal que ha entablado contra quienes han sido sus patrones durante más de 10 años, debido a lo que él considera una falta de apoyo y de sensibilidad demostradas por ellos con respecto a una lesión permanente sufrida por el hombre durante un accidente ocurrido hace un par de años, cuando cumplía sus labores diarias. También está cada vez menos dispuesto a soportar que le sigan liquidando sus prestaciones como si él ganara el sueldo mínimo, a pesar de que gana más de un millón de pesos al mes. Esto es para él lo peor del oficio.

“Tengo un abogado y estoy dispuesto a llevar esto hasta sus últimas consecuencias. Si me echan, será peor para ellos”, asegura.

Lo piensa unos segundos, y añade: “Al menos, eso es lo que dice el abogado”.

(*) El nombre verdadero se mantiene en reserva.

Fuente: http://www.elheraldo.co/local/la-guerra ... loj-126564
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