Ruido caribe
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Ruido caribe
Por Manuel Moreno Slagter
Quizá sea por nuestra naturaleza, ese modo de ser caribe que reclama ciertos gestos y actitudes, que nos define como auténticos, francos y en ocasiones irreverentes, que hace que abandonemos con frecuencia el tono recatado para subir el volumen de la música y elevar hasta el grito nuestra voz en una conversación; no puedo asegurar que sean esos los motivos, pero ciertamente somos una sociedad ruidosa, expresiva y amante del barullo. Eso podría explicar nuestro poco aprecio por el silencio, y nuestra predisposición a vulnerarlo.
Concedo que en ocasiones el bullicio se agradece, y que hay algunos momentos que se benefician con el escándalo, pero no creo que todas las situaciones, ni siquiera todos los festejos, requieran un ruido atronador. A veces me parece que con volumen quisiéramos esconder la precariedad de ciertos eventos, evitar con bulla el aburrimiento de la concurrencia, aturdir, idiotizar. Esto no es necesariamente malo si la audiencia se encuentra a gusto, a cada quién lo suyo, pero cuando esta práctica agrede a quienes no participan del convite, ya es necesario hablar de irrespeto y desconsideración.
En la ciudad hay muchos casos en los que resultan evidentes los atropellos en este sentido, cuando la rutina de unos vecinos es alterada por actividades destinadas al entretenimiento, o inclusive, a prácticas religiosas. He sido particular testigo de la lucha de un grupo de personas por recuperar la tranquilidad, perturbada hace algunos años por ciertos cambios en su entorno inmediato: una concesión otorgada para la explotación comercial de un parque y la construcción de una iglesia.
Luego de un kafkiano proceso ante las autoridades ambientales, con gran consumo de tiempo y una perseverancia considerable, un vecino logró que los encargados de la iglesia retiraran el poderoso sistema de sonido que, ante la creciente afluencia de creyentes, habían instalado para que fuera posible atender las ceremonias desde la parte exterior del edificio: las palabras del sacerdote retumbaban en manzanas enteras. Curiosamente, los llamados a la consideración, el respeto, la mesura y el control no fueron suficientes. Extraña forma de predicar los valores que tanto defienden, se supone, las sagradas escrituras.
Sin embargo, con los administradores de la concesión mencionada ha sido imposible, no atienden razones y continúan haciendo lo que quieren. Todas las familias que viven en la vecindad del parque deben someterse a escándalos notables, en algunas ocasiones desde tempranas horas de la mañana en días de descanso. La algarabía es tal que no basta con cerrar las ventanas, las vibraciones sonoras traspasan todo, interrumpiendo cualquier posibilidad de reposo y generando un suplicio completamente injustificable.
Espero que la lucha de los vecinos no sea estéril y vuelva la tranquilidad a ese sector, encontrando el equilibrio justo para todos. Puede haber música y animación, podemos ser todo lo caribes que queramos, sí, pero tiene que entenderse que nuestros derechos tienen un límite y que la conciliación es vital para la convivencia: solo hay que bajar el volumen. Es triste que se tenga que recurrir a toda clase de malabares legales para imponer el sentido común, nuestros esfuerzos deberían concentrarse en cosas más fructíferas.
Fuente: http://www.elheraldo.co/columnas-de-opi ... ibe-196108
Quizá sea por nuestra naturaleza, ese modo de ser caribe que reclama ciertos gestos y actitudes, que nos define como auténticos, francos y en ocasiones irreverentes, que hace que abandonemos con frecuencia el tono recatado para subir el volumen de la música y elevar hasta el grito nuestra voz en una conversación; no puedo asegurar que sean esos los motivos, pero ciertamente somos una sociedad ruidosa, expresiva y amante del barullo. Eso podría explicar nuestro poco aprecio por el silencio, y nuestra predisposición a vulnerarlo.
Concedo que en ocasiones el bullicio se agradece, y que hay algunos momentos que se benefician con el escándalo, pero no creo que todas las situaciones, ni siquiera todos los festejos, requieran un ruido atronador. A veces me parece que con volumen quisiéramos esconder la precariedad de ciertos eventos, evitar con bulla el aburrimiento de la concurrencia, aturdir, idiotizar. Esto no es necesariamente malo si la audiencia se encuentra a gusto, a cada quién lo suyo, pero cuando esta práctica agrede a quienes no participan del convite, ya es necesario hablar de irrespeto y desconsideración.
En la ciudad hay muchos casos en los que resultan evidentes los atropellos en este sentido, cuando la rutina de unos vecinos es alterada por actividades destinadas al entretenimiento, o inclusive, a prácticas religiosas. He sido particular testigo de la lucha de un grupo de personas por recuperar la tranquilidad, perturbada hace algunos años por ciertos cambios en su entorno inmediato: una concesión otorgada para la explotación comercial de un parque y la construcción de una iglesia.
Luego de un kafkiano proceso ante las autoridades ambientales, con gran consumo de tiempo y una perseverancia considerable, un vecino logró que los encargados de la iglesia retiraran el poderoso sistema de sonido que, ante la creciente afluencia de creyentes, habían instalado para que fuera posible atender las ceremonias desde la parte exterior del edificio: las palabras del sacerdote retumbaban en manzanas enteras. Curiosamente, los llamados a la consideración, el respeto, la mesura y el control no fueron suficientes. Extraña forma de predicar los valores que tanto defienden, se supone, las sagradas escrituras.
Sin embargo, con los administradores de la concesión mencionada ha sido imposible, no atienden razones y continúan haciendo lo que quieren. Todas las familias que viven en la vecindad del parque deben someterse a escándalos notables, en algunas ocasiones desde tempranas horas de la mañana en días de descanso. La algarabía es tal que no basta con cerrar las ventanas, las vibraciones sonoras traspasan todo, interrumpiendo cualquier posibilidad de reposo y generando un suplicio completamente injustificable.
Espero que la lucha de los vecinos no sea estéril y vuelva la tranquilidad a ese sector, encontrando el equilibrio justo para todos. Puede haber música y animación, podemos ser todo lo caribes que queramos, sí, pero tiene que entenderse que nuestros derechos tienen un límite y que la conciliación es vital para la convivencia: solo hay que bajar el volumen. Es triste que se tenga que recurrir a toda clase de malabares legales para imponer el sentido común, nuestros esfuerzos deberían concentrarse en cosas más fructíferas.
Fuente: http://www.elheraldo.co/columnas-de-opi ... ibe-196108
¡El riesgo es que te quieras quedar! ¡Lo sé, porque me quedé!
Le risque est d'y vouloir rester ! Je le sais, parce que j'y suis resté !
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