De criadas y señoras
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De criadas y señoras
Por Andrés Molina Araújo
En un mundo ideal, y desde un plano igualitario, todos los seres humanos deberíamos realizar por nosotros mismos las actividades más elementales para nuestra subsistencia: cocinar nuestros alimentos, asear nuestras casas, lavar y planchar nuestra ropa, cuidar a nuestros hijos y un infinito etcétera que haría innecesaria la existencia del servicio doméstico, una relación que algunos, con cierta razón, consideran una nueva forma de esclavitud laboral.
De hecho, en los países más desarrollados (Europa, Estados Unidos, Australia, a guisa de ejemplo), donde la población tiene mayor acceso a educación de calidad y mejores oportunidades de empleo, el servicio doméstico es un lujo reservado para los más pudientes. Existen empleadas y ayudantes como en esta parte del planeta, pero el costo de su servicio es excesivamente alto para el ciudadano promedio. Por ello, el común de los mortales, sin dinero de sobra para pagar a terceros, realiza por sí mismo los llamados oficios caseros. En los países latinoamericanos, por el contrario, donde existe menos acceso a la educación y la mano de obra es relativamente barata, el empleo doméstico sigue siendo una opción de trabajo para muchas personas, en particular, para mujeres; que de no existir, tendrían pocas posibilidades de generar ingresos constantes para sus familias.
El filme Criadas y señoras, dirigida por Tate Taylor, actualmente en cartelera, es la excusa perfecta para reflexionar sobre el valor que le damos a dicho servicio. La cinta es una adaptación de la novela de Kathryn Stockett (The Help, en inglés) que narra los avatares y, a veces, vejámenes padecidos por las empleadas domésticas afroamericanas en las casas de familia de los blancos en la ciudad de Jackson, Mississippi, a mediados de los 60. Más allá del contexto histórico y racial de la cinta, varias lecciones pueden extraerse para nuestro presente. En primer lugar, la de darle siempre un trato digno a las empleadas. En efecto, limpiar diariamente nuestras miserias humanas no es el trabajo más agradable del mundo. De ahí la importancia de valorar a plenitud su significativa contribución al bienestar del hogar. En ese sentido, no es coincidencia el aforismo repetido en privado en varias partes de Colombia de que el secreto de un buen matrimonio es una buena empleada.
En varias partes de Latinoamérica, tal vez, como herencia de la mentalidad feudal española, se sigue tratando con desdén y menosprecio a las llamadas ‘muchachas del servicio’. En Colombia no se ahorran adjetivos para referirse a ellas en términos despectivos. Pese a que las normas laborales protegen su trabajo, muchas veces son remuneradas por debajo de los mínimos legales. Por ello, la segunda lección es pagarle lo justo: salario mínimo, auxilio de transporte, prestaciones sociales y horas extras, si fuere el caso. Para las familias con hijos, la empleada doméstica viene a ser, en muchas ocasiones, una madre sustituta. Pasa más tiempo con los hijos que su madre biológica y llegan a establecer, como es natural, profundos lazos de afecto. A veces, conocen mejor a nuestros hijos que nosotros mismos. Entonces, ¿por qué ser ofensivos o despóticos con ellas?
Gracias a la buena marcha de la economía colombiana, cada vez más disminuye la oferta del empleo doméstico interno, es decir, cada vez menos jóvenes colombianas están dispuestas a laborar como trabajadoras domésticas internas, atraídas por otras opciones laborales. Decía, al principio, que en un mundo ideal no debería existir este tipo de trabajo, pero mientras subsista, valorémoslo y démosle el respeto que se merece.
Fuente: http://www.elheraldo.co/opinion/columni ... oras-55977
En un mundo ideal, y desde un plano igualitario, todos los seres humanos deberíamos realizar por nosotros mismos las actividades más elementales para nuestra subsistencia: cocinar nuestros alimentos, asear nuestras casas, lavar y planchar nuestra ropa, cuidar a nuestros hijos y un infinito etcétera que haría innecesaria la existencia del servicio doméstico, una relación que algunos, con cierta razón, consideran una nueva forma de esclavitud laboral.
De hecho, en los países más desarrollados (Europa, Estados Unidos, Australia, a guisa de ejemplo), donde la población tiene mayor acceso a educación de calidad y mejores oportunidades de empleo, el servicio doméstico es un lujo reservado para los más pudientes. Existen empleadas y ayudantes como en esta parte del planeta, pero el costo de su servicio es excesivamente alto para el ciudadano promedio. Por ello, el común de los mortales, sin dinero de sobra para pagar a terceros, realiza por sí mismo los llamados oficios caseros. En los países latinoamericanos, por el contrario, donde existe menos acceso a la educación y la mano de obra es relativamente barata, el empleo doméstico sigue siendo una opción de trabajo para muchas personas, en particular, para mujeres; que de no existir, tendrían pocas posibilidades de generar ingresos constantes para sus familias.
El filme Criadas y señoras, dirigida por Tate Taylor, actualmente en cartelera, es la excusa perfecta para reflexionar sobre el valor que le damos a dicho servicio. La cinta es una adaptación de la novela de Kathryn Stockett (The Help, en inglés) que narra los avatares y, a veces, vejámenes padecidos por las empleadas domésticas afroamericanas en las casas de familia de los blancos en la ciudad de Jackson, Mississippi, a mediados de los 60. Más allá del contexto histórico y racial de la cinta, varias lecciones pueden extraerse para nuestro presente. En primer lugar, la de darle siempre un trato digno a las empleadas. En efecto, limpiar diariamente nuestras miserias humanas no es el trabajo más agradable del mundo. De ahí la importancia de valorar a plenitud su significativa contribución al bienestar del hogar. En ese sentido, no es coincidencia el aforismo repetido en privado en varias partes de Colombia de que el secreto de un buen matrimonio es una buena empleada.
En varias partes de Latinoamérica, tal vez, como herencia de la mentalidad feudal española, se sigue tratando con desdén y menosprecio a las llamadas ‘muchachas del servicio’. En Colombia no se ahorran adjetivos para referirse a ellas en términos despectivos. Pese a que las normas laborales protegen su trabajo, muchas veces son remuneradas por debajo de los mínimos legales. Por ello, la segunda lección es pagarle lo justo: salario mínimo, auxilio de transporte, prestaciones sociales y horas extras, si fuere el caso. Para las familias con hijos, la empleada doméstica viene a ser, en muchas ocasiones, una madre sustituta. Pasa más tiempo con los hijos que su madre biológica y llegan a establecer, como es natural, profundos lazos de afecto. A veces, conocen mejor a nuestros hijos que nosotros mismos. Entonces, ¿por qué ser ofensivos o despóticos con ellas?
Gracias a la buena marcha de la economía colombiana, cada vez más disminuye la oferta del empleo doméstico interno, es decir, cada vez menos jóvenes colombianas están dispuestas a laborar como trabajadoras domésticas internas, atraídas por otras opciones laborales. Decía, al principio, que en un mundo ideal no debería existir este tipo de trabajo, pero mientras subsista, valorémoslo y démosle el respeto que se merece.
Fuente: http://www.elheraldo.co/opinion/columni ... oras-55977
¡El riesgo es que te quieras quedar! ¡Lo sé, porque me quedé!
Le risque est d'y vouloir rester ! Je le sais, parce que j'y suis resté !
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